Después de muchos días intensos, conociendo gente, descubriendo obras, haciendo trato con autores, agentes y editores; aprendiendo y disfrutando de muchas de las ponencias, llega la hora de la observancia, el momento en que todos los músculos del cuerpo caen en el relajo. Los ojos se convierten en la punta de lanza, en escrutadores de la condición humana. Desde muy chico, siempre me gustó pararme y ponerme a observar, a tener la paciencia del cazador de imágenes, del recolector de cotidianidades. Y desde entonces, después de captar y guardar las múltiples reiteraciones de los actos, me pongo a esbozar, a elucubrar teorías que formarán y darán vida a los personajes de mis posibles futuros escritos.
Uno de estos actores de mi cosmología particular suele presentarse en este tipo de reuniones gremiales. Les paso a contar:
Hay ocasiones en que la teoría de los sentimientos -las grandes epopeyas del amor cantado por el amante sobre su cónyuge, las florituras y los adornos con que se repuja el corazón- cae al suelo y se fractura, desaparece, se convierte en un eco lejano, pasa a ser una flor marchita, una cagada de paloma en el parabrisas, un empaste desprendido de una muela... Y estos encuentros literarios -por supuesto que también quedan incluidos los de panaderos, vendedores de pollos, pintores, decoradores, oficinistas, reparadores de escarpelos, etc.- son una muestra repetitiva de este hecho. Siempre podemos encontrar al asistente, que en los primeros días, después de unas horas de whisky y charlas a la vera de la barra del bar, hace incapié en defender la teoría de poseer la pareja perfecta. Para ello hace una exposición locuaz y atribulada de su pasión, de la pulidez de su fidelidad, una oda a los beneplácitos en que se haya sumergido. Pero al tercer día, aparece sobre el hombro izquierdo del desdichad@, el diablito rojo que tira por tierra toda su palabrería de días anteriores. Esa tercera noche pasa de la plenitud al fin del armisticio sentimental. Se convierte en guepard@ de la sabana tras la gacela thompson o ñu que se le ponga delante del hocico.
Desde mi confortable butaca, tras mi mirada aguardentosa, asisto con una sonrisa de post-it, a uno más de los documentales de national geographic, pensando en la bocacidad de estos felinos ilustrados. Cómo, por mérito propio, se incorporan a mi galería particular de personajillos con cascabel.
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Qué clase de gafas usas para ver todo esto? Menudo documental y, sí, cuore, así son las cosas, en todos los charcos cuecen habas. En algunas habitaciones de hotel se hacen migas las convicciones más entusiastamente sostenidas.
ResponderEliminarMuas!