lunes, 23 de noviembre de 2009

1982, el muro y la esperanza socialista


Siguiendo la estela de mis anteriores post, así como mi costumbre de cumplir años en otros lugares, fuera de la isla, recupero ahora la memoria de mi 20 cumpleaños. Vino este recuerdo cuando el otro día, junto a mi hijo, disfrutamos de un pase privado, en nuestra salita de estar, de El muro, de Pink Floyd. Él no entendió la mitad de la película y traté de explicarle a intervalos, las aventuras de Bob Geldorf metido en los berenjenales que retrata la película.
En octubre de aquel 1982, junto a tres amigos, partía del aeropuerto de Tenerife Sur rumbo a Santander, en un vuelo de la extinta compañía aérea Spantax. El billete de avión nos había salido gratis porque dos de los integrantes de la expedición trabajan en el aeropuerto. El avión iba casi vacío, en aquellos tiempos se podía fumar, y allí nos encontrábamos, en los últimos asientos de la aeronave fumando un par de canutos camuflados que nos transportaron un poco más arriba de los 8.500 metros de altitud a los que volaba la nave.
Después de alquilar un seat 127 en Santander y pasar un par de días en Fuenterrabía, cruzamos a Francia por Hendaya. Paris era nuestro destino, y allí recalamos casi una semana en casa de unas amigas que fueron a la Galia como au pairs y se habían quedado enganchadas a la magia de la ciudad.
Justamente en esos días, se estrenaba The wall, un film de Alan Parker que causó bastante revuelo en la juventud de la época. La música psicodélica de la formación inglesa, las letras contestatarias y una historia underground habían creado una expectación inusitada que, por supuesto, todo melenudo de izquierdas, ávido de nuevas propuestas estéticas y surrealista modular no podía perderse. Así que asistí a mi primera sala de multicines, algo que no llegaría a nuestras tierras hasta diez años después. La película, en versión original y con subtítulos en francés, no me ayudó a entender un carajo de lo que allí se decía. Era la fuerza visual y la música, a veces desgarradora, la que me tenía embelesado y con ojos de pez agarrado a aquella butaca.
27 años después, en mis retinas, la película ha perdido la eficacia y la fuerza de entonces pero, aunque ahora me parezca superficial y pretenciosa, aún puedo saborear un regustillo rebelde, casi incendiario en el fondo del paladar. Entiendo perfectamente el escepticismo y casi aburrimiento de mi hijo ante el espectáculo que le ofrecía; no en balde, este pibe forma parte de una generación que se ha criado prácticamente sin carencias y con unos estímulos muy diferentes a los de mi generación. Seguro que si la hubiéramos visto en versión manga, el interés y la comprensión hubieran sido totalmente distintas.
Volviendo a aquel mes de octubre, otro acontecimiento importantísimo para mi vida y para toda una generación de españoles tuvo lugar entonces. Dos días después de haber entrado en la veintena, se celebraban en España elecciones generales, resultando vencedor el partido socialista. La esperanza de millones de personas por fin se cumplía y todos esperábamos una apertura, unos aires de libertad y cambios sociales tras más de 40 años de oscurantismo y algunos años más de gobierno derecho-centrista. Y allí estábamos nosotros, cuatro tipos que tenían que regresar, pero haciendo un poco de tiempo para ver si los militares y las fuerzas del imperio, dejaban continuar el desarrollo de aquel sueño. Éramos afortunados por partida doble, una por la victoria de la izquierda y otra más egoísta, nos encontrábamos en Francia -por aquellos años tierra de exiliados políticos, sobre todos latinoamericanos del cono sur- por si se producía un levantamiento militar.
Pero regresamos, el sueño siguió avanzando hasta marchitarse e incluso corromperse. Fue una gran lección y aprendimos a soñar de otra manera, a ser sutiles y a vivir los sueños más desde los individuos que desde los colectivos, pero siempre, siempre cultivando la rebeldía para que no se anquilosen las ideas.

domingo, 8 de noviembre de 2009

Prejuicios, vampiros y otras delicias turcas


Es asombroso el saco de prejuicios que vamos cargando sobre la espalda a lo largo de nuestra vida. Conceptos, comentarios, noticias, visiones, informaciones... con todo ello se va conformando un cuartito de los escrúpulos en la azotea cerebral con respecto a ciertos temas. Esa pequeña habitación era en mi caso Turquía y los turcos. Primero fueron los comentarios sobre una película que causó verdadera impresión en todos los fumetas de la época, El Expreso de medianoche, en ella se daba una imagen brutal de las cárceles y el sistema judicial de este país. Luego vinieron las continuas represiones y sometimiento durante décadas sobre pueblos como el armenio o el kurdo. Luego los hinchas del Galatasaray y el Fenerbahce (los kanarios) con sus actitudes broncas y violentas. Tal era mi animadversión, que en las cíclicas estancias en la feria de Frankfurt, pasaba de largo del pabellón turco. Sólo el carácter del premio Nóbel, Orhan Pamuk, y su afán de airear los atropellos históricos contra las minorías del país, lograba que dejara mínimamente el ofuscamiento hacia todo lo que viniera de las orillas del Bósforo, tanto de un lado como del otro.
Así, con esa predisposición, me subía al avión rumbo a Estambul. En eso consistía mi regalo de cumpleaños. Pero todo cambió nada más pasar el control de pasaportes y dejar a un lado a los fríos funcionarios y a la señorita de la oficina de cambio. Fue subirnos a la camioneta que nos llevaba al hotel y caer en el embrujo de la amabilidad, hechizo que no nos abandonó hasta que volvimos a incrustamos en el avión de regreso. El telón de los malos augurios se rasgó en miles de hilachas. No entendía cómo en tan pocas horas se había dado vuelta la tortilla y desahuciaba a toda leche, cualquier reducto de los malos rollos que guardaba en mi cuartito de los escrúpulos. El principal causante de todo ello, fue el recepcionista del hotel donde nos hospedamos, Halil Vural, un chiquito que era todo amabilidad, y sobre todo, su sonrisa socarrona que nos daba pie para enlazar un vacilón tras otro. A raíz de esos vacilones, salió el tema de los vampiros y de ahí en adelante, fuimos vampiros de pura carcajada.
Y no sólo era el personal del hotel, también había humor y amabilidad en el taxista que nos habló de el Cordobés y de García Lorca (¡qué mejunje!), los camareros de cualquier restaurante, los vendedores de castañas, la señora que me regaló una moneda de la suerte, el personal de los baños, el vendedor de especias… y otras delicias, como el ulular de los almuecines –puro gozo tántrico-, los derviches y sus giros hipnóticos, el paseo por barrios “habaneros” bajo la lluvia, los gatos –señores de cualquier sitio- y los pescadores del puente Gálata, formando una telaraña de hilos y sedales donde se enreda el blue-fish.
Este saco, el que llevamos con nuestras miserias a rastras, con este viaje pesa menos. Halil, hermano, gracias por abrir la puerta del cuartito de los escrúpulos y ventilarlo.