sábado, 29 de septiembre de 2012

Lectura para tiempos insurrectos




Richard sintió que la amargura ocupaba el lugar de la náusea que lo había arrancado de su asiento. Pasados veinte años, treinta años, pensó, toda clase de gente alegaría haber defendido posiciones básicas, fundamentales, en el movimiento en favor de los derechos civiles. Pocos tendrían razón, la mayoría serían farsantes. Lo que no podría refutarse, pero permanecería invisible para los periódicos y libros que compraba destinados a los alumnos, sería el papel de la gente corriente. El bedel que apagaba las luces para que la policía no consiguiera ver nada; la abuela que se quedaba con los niños para que las madres pudieran asistir a la manifestación; las mujeres de rincones perdidos del país con toallas limpias en una mano y un arma en la otra; los niños que llevaban pilas y comida alas reuniones clandestinas; los sacerdotes que mantenían en calma a iglesias enteras de manifestantes acorralados hasta que llegaba la ayuda; los viejos que recomponían los cuerpos rotos de los jóvenes; los jóvenes que abrían los brazos para proteger a los viejos de los bastonazos a los que no podrían sobrevivir; los padres que secaban los esputos y las lágrimas del rostro de sus hijos y decían: "No pasa nada, cariño. No te preocupes. Nunca serás un negro de mierda, un cochino zulú, un cafre asqueroso ni ninguna de las cosas que los blancos enseñan a decir a sus hijos. Eres una criatura de Dios". Sí, pasados veinte años, treinta años, esa gente estaría muerta u olvidada, y sus pequeñas historias formarán parte de archivos menores o, tal vez, de la nota a pie de página, aunque habían sido la columna vertebral sobre la que se mantenían los que salían en la televisión.

                                                                 Paraíso, Toni Morrison