jueves, 30 de julio de 2009

Intermitente izquierdo y libro electrónico


A quien esté acostumbrado a conducir en esta isla le resulta del todo familiar, que cuando encontramos un obstáculo ante nosotros, lo normal es darle sobre la marcha al intermitente izquierdo para que los que vienen detrás sepan que tienen que aminorar la marcha. Conduciendo por Madrid y otros lugares de la geografía española, he constatado que esto no se utiliza, en todo caso le dan a las luces de emergencia. Quizás tengamos otro endemismo que tendremos que exportar. Dándole vueltas al tema, quizá esto se produce porque para nosotros es más cómodo y rápido darle al intermitente que estar buscando por el panel el botón de las luces de emergencia. Vaya usted a saber.

Últimamente me llegan al buzón de mi correo un montón de noticias sobre la inminente llegada del libro digital. Parece como si hubiesen diferentes medios del sector interesados en que pasemos a toda costa del papel a los bits a la hora de escoger nuestras lecturas. Como editor, este tema a veces roza la picazón, y me planteo si no estaremos quedándonos en el furgón de cola. Pero después del susto inicial, lo dejo pasar y me relajo contemplando el lomo de los libros que adornan las estanterías de mi casa. Les hablo con calma y cariño, los tranquilizo con palabras bonitas y prometiéndoles que siempre estaré a su lado en esta suerte de carrera por el consumo y por quien es más moderno. Desde que tengo narices siempre me han acompañado, me han sacado de mis tontunas y de mis entuertos. Es hora de que dé la cara por ellos.

lunes, 13 de julio de 2009

Hospitales, besos, suecos y Majfud

La semana pasada mi padre desapareció como por arte de magia. Había salido de su casa a las siete de la mañana rumbo al hospital donde lo someten a su diálisis. Eran las cinco de la tarde cuando mi madre me llama dándome la noticia de que mi padre no había llegado. Había llamado al hospital donde le comunicaron que ya allí no estaba, luego al servicio de ambulancias, donde tampoco parecían conocer su paradero. Después de casi una hora de llamadas logramos saber que se lo habían llevado a urgencias después de haber padecido un mareo. Me presento en dicho servicio de urgencias preguntando por mi padre y su estado, y allí tampoco tenían noticias de cuál era su padecimiento. El señor de información después de entrar a recabar información, sale tal como había entrado, desinformado. Ante mi queja de que no sabíamos nada de él desde que salió de casa y que lo habíamos encontrado por pesquisas propias sin que nadie de la institución nos hubiera avisado de que se encontraba allí, me dejó pasar a que lo viese, pero que saliera rápido. ¡Qué saliera rápido! Cuando entré por aquella puerta, el paisaje que me encontré era sórdido. A ambos lados del pasillo se encontraban hileras de camas ocupadas por viejitos con caras descompuestas. Encontré a mi padre en un reservado, con una cara estupenda y enganchado a un bote de suero. Tras mis preguntas a lo que le había ocurrido, no supo contestarme. Pasaron los minutos, los cuartos de hora y por allí no venía médico alguno. Claro, ya empezaron a hinchárseme los agujeros de la nariz y a subir el tono de la voz con lo de “¡qué carajos pasa aquí!”. En esos momentos entró un enfermero que oyó mis farfullos y diligente, después de aguantar mi perorata, me trajo a una doctora con cara de susto, y casi tan despistada como yo, haciéndole las mismas preguntas que ya le había hecho al pacinete. No daba crédito. Nadie me había llamado –aunque mi padre lucía en su muñeca una pulsera que le habían puesto allí con mi número de móvil- y nadie sabía a ciencia cierta qué le había pasado al viejito. Afortunadamente después de chequearlo por arriba y de darle una yogurt y unas galletas –dada mi insistencia sobre si le habían dado algo de comer (no lo había hecho desde el desayuno)- le dieron el alta. Llegamos a casa de mis padres sobre las ocho de la tarde. Mi madre lo esperaba ansiosa –no hay cobertura dentro de la sala de urgencias y no había podido comunicarle el estado de su marido- y asustada, pero al verlo se acercó y se dieron el beso más tierno que les había visto en toda mi vida –mi padre no es que sea un paladín de manifestar agasajos.
Y ya que estamos hablando del palacio de las corrientes de aire –mi madre siempre ha dicho que nuestro hospital es un nido de resfriados gracias a las continuas corrientes que allí se dan-, terminé ya el último libro de Millennium, la trilogía de Stieg Larsson. Si bien no tenía la intensidad de las dos primeras entregas, si mantuvo asombrándome la cantidad de datos sobre la “inmaculada” Suecia y poniendo de patas arribas todo un sinfín de estereotipos sobre el país. He de reconocer que he disfrutado como un niño chico y no cabe duda que ha sido el Harry Potter de los “adultos”. Bienvenidas obras como ésta que hacen que lea hasta el más bendito.
Y hablando de escritores suecos, justamente después de terminar el anteriormente comentado, cayó en mis manos la última novela editada por aquí de Henning Mankell, El hijo del viento, una muy interesante aproximación a las diferentes visiones sobre la vida que se pueden dar según la cultura desde que se la mire. En esta obra me ha sorprendido la capacidad del autor para hacernos llegar la visión de un niño africano de la sociedad sueca de finales de mil ochocientos, revolviéndose con todos sus medios por mantener su cosmología ancestral a salvo. Creo que me ha calado su prosa y voy a seguir escarbando en la bibliografía de este autor, en la que me dicen, ser sobre todo de novela negra.
Y ya que estamos con África, nada mejor para recomendarles una novedad que hemos editado hace apenas un mes. Se trata de La ciudad de La Luna, del uruguayo Jorge Majfud –con la que consiguió ser finalista del premio Bruguera de Novela- donde recrea la vida de unos personajes singulares en una ciudad anclada en el desierto del Sahara y cerrada a toda influencia exterior. Vamos, literatura en estado puro.

martes, 7 de julio de 2009

Sicilia, caos, hombre plástico y Luigi Pirandello

Las vacaciones han venido y con la misma se han ido. He pasado una semana en Sicilia con mi hijo y su madre, las vacaciones familiares que desde hace cinco años venimos realizando cada última semana de junio.
La primera sensación que percibes nada más bajar del avión es que aquella es otra realidad, otra velocidad en la sangre de sus habitantes y el gesto que se les pone es chulesco y seco como un papel de lija (aeropuerto, hotel, coche de alquiler, restaurante, etc), afortunadamente siempre encontramos alegres excepciones.
Caos. Al coger el coche rumbo al hotel, las palabras de Ángeles me vienen a la cabeza: “ten cuidado al conducir”. Ciertamente, mucho cuidado, allí vale de todo, es decir, no vale nada de lo correcto, conduce como quieras y eso sí, ten mucha cara y dale al coche pa’lante, toca la pita (claxon, bocina) y a lo que dios quiera. Si eres capaz de cogerle el truquillo, te sentirás como pez en el agua y prevalecerá la intuición antes que las normas. En la semana que estuvimos por la isla, no vimos un solo accidente, aunque eso sí, casi nos empotramos contra un fiat cargado de gente que se había saltado un stop como si estuviesen entrando por la puerta de su casa.
Palermo, domingo cuatro de la tarde. La ciudad aparece vacía, intentamos dar un paseo por el casco antiguo y casi nos dan ganas de llorar. Muchas casas apuntaladas (fotocopia de La Habana vieja) y basura, basura por doquier. Encontramos un pequeño jardín botánico, y más lágrimas y más caos. Un drago y una palmera canaria hicieron que se nos recompusiera el semblante.
En la siguiente jornada avanzamos por la vertiente norte rumbo a Cefalú, y allí a parte de darnos cuenta de que Sicilia era algo más que Palermo, aunque el personal seguía tan serio como los cabos de la guardia civil, y a comprender cuáles eran los horarios de la población: de 6 de la mañana a 2 de la tarde podías encontrar gente en la calle, a partir de las 3, hasta las moscas desaparecían, para volver a retornar sobre las 5 o 6 cuando el sol empezaba a declinar. Allí descubrimos al primer hombre plástico. Un vendedor con todo lo que se pueda imaginar hacer con plástico y se pueda utilizar en una playa de arena, lo transporta este hombre. Alucinante.
Durante el resto de los días, más pizzas (Idir disfrutando de lo lindo),más playas y sitios preciosos –Taormina y Ragusa- cargados de historias y piedras –entiéndanse monumentos, ruinas, etc-, la sorpresa culinaria del viaje, el Ristorante Aragosta en Riposto, y el volcán Etna (a ver si dejan de convertir en basureros sitios hermosos). Penúltimo día, llegada a Agrigento, famosa por sus ruinas griegas. Allí recuperamos la sensación de caos y un poco de desasosiego. La ciudad no invitaba a quedarse, aunque para quienes nos gusta la literatura existía un punto de romanticismo al presenciar la casa de Luigi Pirandelo (uno de los 2 premios Nobel de Literatura que tiene la isla junto a Salvatore Quasimodo). Las cientos de calles que llevan su nombre por toda la isla hacen imposible que nos olvidemos fácilmente de su existencia.
De vuelta a Palermo, sábado por la tarde, los ojos de nuevo como platos: miles de personas se agolpaban en las calles, la ciudad latía como si fuera copada por serpientes multicolores, entre personas y tráfico. Habíamos regresado en el primer día de las rebajas de verano y aquello era espectacular. La diferencia de nuestra llegada una semana antes a la ciudad, no tenía parangón con lo que allí veíamos. Ante tanto color, el caos se convertía en danza multidisciplinar, aunque eso sí, los rostros seguían sin encontrar motivo para relajarse.
El domingo regresamos, cientos de mails me esperaban en mi buzón de correos.