miércoles, 23 de septiembre de 2009

La sensualidad tiene nombre de mujer emancipada


Hace ya un tiempo, leyendo una revista literaria, cayó ante mis ojos una fotografía de Simone de Beauvoir desnuda. No se le ve el rostro, está de espaldas recogiéndose el pelo mientras se mira al espejo. Para mí fue un impacto visual y erótico tremendo. No se trataba de quien fuera el personaje, podría haber sido cualquiera, era la escena, ese cuerpo de mujer, a su aire, transmitiendo una naturalidad pasmosa y sobre todo una libertad manifiesta. Ahora que he vuelto a dar con ella, con la fotografía, sigo sintiendo la misma atracción casi religiosa por esa instantánea. Me convierto en un voyeur de pasmoso sosiego, en un erotómano de acuarela. Contemplo su belleza física, y ahora sé, por mis posteriores lecturas, que fue una mujer que intentó vivir la vida que imaginaba y que luchó por ella. Asombrosa fotografía, hermosoura de alma y cuerpo en una misma instantanea.

domingo, 20 de septiembre de 2009

sintasiva y seguridad aeroportuaria


Sintasiva es la forma que adoptamos para decir "cinta adhesiva" una gran parte de canarios de mi generación. Hasta que ya entré en la pubertad, no conocí que la palabreja en cuestión no existía en realidad en el idioma castellano, era una adaptación más de otra palabra al medio. Nuestro oído siempre oyó sintasiva y así pasaba al papel y así lo vocalizábamos, al igual que hemos hecho con otros vocablos, ingleses (come buy on "cambullón", king eduard "chinegua", up to date "autodate"); franceses (crayon "creyón", ouate "guata").
La sintasiva siempre ha servido para hacer paquetes, o para que dos o más partes queden fijadas. Pero se me ocurren otras funciones para ella, como tapar bocas de políticos varios, o de responsables de medios de comunicación "impresentables" que sólo saben repetir lo que les dicta la mano que les da de comer, o también periodistas de cartón piedra que intoxican las ondas con sus programas basura. Pero también, de un tamaño mayor a nuestra sintasiva común y endémica, el poder la usa para callar otras bocas contestatarias, amarrar muñecas rebeldes y, asfixiar espíritus bregadores. A nuestro amigo y autor, Jorge Majfud, que vive en los "Estampidos Unidos", la seguridad del aeropuerto de Barajas hizo uso de la sintasiva para recomponer un desaguisado con un paquete que le enviábamos con algunos ejemplares de su última novela, La ciudad de la Luna. No sabemos si por su apellido de origen libanés o porque las palabras, la literatura y la cultura en general, hacen más conscientes a las personas y menos teledirigidas. La cultura nos hace críticos, y la sintasiva en la cultura sólo produce borregos satisfechos con su ignorancia.
Foto: Roy Fernández

lunes, 7 de septiembre de 2009

Tinseltown in the rain, banda sonora para una magua


Ayer acudí por primera vez al museo del Prado. Sorolla fue el motivo de tan gran acontecimiento. Me gustan por motivación espontánea, los retratistas, casi todos aquellos pintores que fusionan en su arte la parte más fotográfica de un instante de cualquier historia. Sorolla, Lucien Freud, Robert Reid o Robert Henri, son para mí fotógrafos de pincel. En sus cuadros puedo sumergirme, pasar a la tela y diluirme en la pintura. Paso a ser observador de un momento, mi imaginación se expande apreciando cada detalle que el autor ha dejado como rastros, como pistas de un instante en el tiempo, que no sé por qué razón, me atrapa y me hace reconstruir la escena en mi mente, los personajes, sus vidas y circusntancias, la luz, la época, los aspectos sociales. Ese momento sirve para que yo haga una película de algunos minutos en mi mente y mi alrededor en un pis pas, desaparezca. Es como si una máquina del tiempo me transportara hasta allí. Casi siempre que alcanzo este estado, surge como una pequeña melancolía, una magua que me empapa. Me siento emocionalmente, como un pez atrapado en una bola de gelatina. Y para esos momentos, desde hace muchísimos años, desde que era dependiente en una tienda de discos, me acompaña una banda sonora en esos intervalos temporales, tiernos tirando a tristes a la vez que intensos con un fondo que late vida, como un tambor acompasado que va in crescendo. Esa melodía llegó a mí a finales de los ochenta desde un vinilo que probaba en el tocadiscos de la tienda, el grupo se hacía llamar The Blue Nile y el tema Tinseltown in the rain. Como suele suceder con las letras de estas canciones, son insustanciales y no tienen nada que ver con la impresión que te ha marcado al oírla. Pero, a pesar de los pesares, cada vez que acude a mis oídos, me transporta a un estado de ebriedad sosegada manifiesta.

domingo, 23 de agosto de 2009

Entre nos vemos en Ikea y el cine de barrio


Me tildan con demasiada asiduidad de anacrónico y desfasado. Sobre todo refiriéndose a mis coletillas, que suelto, parece ser, frecuentemente en mis conversaciones. Suelen ser frases de anuncios televisivos, que ciertamente, ya hace algunas décadas oí: “Nos vemos in Ikea”, “Avecrem chup, chup”, “Ñacañaca la cigala”… Lamentablemente hace casi tres años que no tengo televisión y mi capacidad para ponerme al día ha quedado mermada en gran medida. Las veces que puedo ver la tele con algo de tiempo en casa ajena, no es suficiente para que el anuncio de la temporada cale en mi repertorio de frases hechas. Para mí, parece que fue ayer cuando todo eso estaba de moda, y el tiempo, el implacable, el que se marchó… como diría Silvio Rodríguez, parece que va cumpliendo sus objetivos.
Y ya que estamos con tiempos pasados, estoy terminando de corregir las últimas pruebas de Recuerdos de un cine de barrio de José Ángel Barrueco, y que editaremos en septiembre. En él nos podremos deleitar con aquel tiempo de pibes en el que el cine, los actores y tendencias, calaban hondo en nuestra vida. Quién no recuerda las películas de kung fu y luego estar dando patadas por doquier y dando gritos como alma en pena, emulando a aquellos ágiles luchadores que nos mostraba el celuloide. Quién no se enamoró o fue atacado por el mal de la erección con actrices como Natasha Kinski o Isabella Rosellini. Quién no quiso ser tan duro como Clint Eastwood, ya fuese como pistolero o como policía sin escrúpulos. Quién no quería ser un espadachín galáctico en un universo de seres inimaginables. Este libro, delicioso en las formas y evocador en el contenido, es el retrato de toda una generación que creció con el cine de barrio como contrapunto a la vida callejera o a la rutina de los días de colegio.

miércoles, 19 de agosto de 2009

Gota de leche, 8 de junio de 2007


Llevo un par de semanas de limpia en casa, pintando, reconvirtiendo y sobre todo, sacando ingentes bolsas de basura. Cuando veo cómo se van llenando las bolsas con todo esas cosas que apenas unos años antes creía necesarias, me da por pensar en que para qué tanta inversión, tanto gasto inútil, tanto derroche para rellenar estantes, cajas, armarios… y de lo que a penas utilizamos un 10% –ya sea libros, discos de cualquier tipo, ropa, zapatos, recuerdos de lugares remotos, etc.–. Bueno, a lo que iba, que por cierto aun no lo he dicho, es que en esa limpieza-renovación del lugar en que habito, encontré una hoja del Diario de La Rioja, fechado el día 9 de junio del 2007. En ella encontré una reseña del acto que realizamos en La Gota de Leche la noche anterior. Participaban Lucas Rodríguez e Inma Luna. Habíamos ido los tres desde Madrid en guagua para presentar sus primeros poemarios con la editorial. Para la ocasión habían bajado desde Bilbao Juanje y Hugo. Y allí, fue el inicio, algo loco, surrealista y parapéntico de la relación entre autora y editor. Allí, entre los amigos, de tasca en tasca, entre brincos, secretos y prohibiciones empezamos a andar. Dos años y pico después, ahí seguimos –ya con un libro de cuentos de Inma y pronto un nuevo poemario de Lucas-, y con las mismas ganas de desvestir lo que nos queda por delante.

jueves, 30 de julio de 2009

Intermitente izquierdo y libro electrónico


A quien esté acostumbrado a conducir en esta isla le resulta del todo familiar, que cuando encontramos un obstáculo ante nosotros, lo normal es darle sobre la marcha al intermitente izquierdo para que los que vienen detrás sepan que tienen que aminorar la marcha. Conduciendo por Madrid y otros lugares de la geografía española, he constatado que esto no se utiliza, en todo caso le dan a las luces de emergencia. Quizás tengamos otro endemismo que tendremos que exportar. Dándole vueltas al tema, quizá esto se produce porque para nosotros es más cómodo y rápido darle al intermitente que estar buscando por el panel el botón de las luces de emergencia. Vaya usted a saber.

Últimamente me llegan al buzón de mi correo un montón de noticias sobre la inminente llegada del libro digital. Parece como si hubiesen diferentes medios del sector interesados en que pasemos a toda costa del papel a los bits a la hora de escoger nuestras lecturas. Como editor, este tema a veces roza la picazón, y me planteo si no estaremos quedándonos en el furgón de cola. Pero después del susto inicial, lo dejo pasar y me relajo contemplando el lomo de los libros que adornan las estanterías de mi casa. Les hablo con calma y cariño, los tranquilizo con palabras bonitas y prometiéndoles que siempre estaré a su lado en esta suerte de carrera por el consumo y por quien es más moderno. Desde que tengo narices siempre me han acompañado, me han sacado de mis tontunas y de mis entuertos. Es hora de que dé la cara por ellos.

lunes, 13 de julio de 2009

Hospitales, besos, suecos y Majfud

La semana pasada mi padre desapareció como por arte de magia. Había salido de su casa a las siete de la mañana rumbo al hospital donde lo someten a su diálisis. Eran las cinco de la tarde cuando mi madre me llama dándome la noticia de que mi padre no había llegado. Había llamado al hospital donde le comunicaron que ya allí no estaba, luego al servicio de ambulancias, donde tampoco parecían conocer su paradero. Después de casi una hora de llamadas logramos saber que se lo habían llevado a urgencias después de haber padecido un mareo. Me presento en dicho servicio de urgencias preguntando por mi padre y su estado, y allí tampoco tenían noticias de cuál era su padecimiento. El señor de información después de entrar a recabar información, sale tal como había entrado, desinformado. Ante mi queja de que no sabíamos nada de él desde que salió de casa y que lo habíamos encontrado por pesquisas propias sin que nadie de la institución nos hubiera avisado de que se encontraba allí, me dejó pasar a que lo viese, pero que saliera rápido. ¡Qué saliera rápido! Cuando entré por aquella puerta, el paisaje que me encontré era sórdido. A ambos lados del pasillo se encontraban hileras de camas ocupadas por viejitos con caras descompuestas. Encontré a mi padre en un reservado, con una cara estupenda y enganchado a un bote de suero. Tras mis preguntas a lo que le había ocurrido, no supo contestarme. Pasaron los minutos, los cuartos de hora y por allí no venía médico alguno. Claro, ya empezaron a hinchárseme los agujeros de la nariz y a subir el tono de la voz con lo de “¡qué carajos pasa aquí!”. En esos momentos entró un enfermero que oyó mis farfullos y diligente, después de aguantar mi perorata, me trajo a una doctora con cara de susto, y casi tan despistada como yo, haciéndole las mismas preguntas que ya le había hecho al pacinete. No daba crédito. Nadie me había llamado –aunque mi padre lucía en su muñeca una pulsera que le habían puesto allí con mi número de móvil- y nadie sabía a ciencia cierta qué le había pasado al viejito. Afortunadamente después de chequearlo por arriba y de darle una yogurt y unas galletas –dada mi insistencia sobre si le habían dado algo de comer (no lo había hecho desde el desayuno)- le dieron el alta. Llegamos a casa de mis padres sobre las ocho de la tarde. Mi madre lo esperaba ansiosa –no hay cobertura dentro de la sala de urgencias y no había podido comunicarle el estado de su marido- y asustada, pero al verlo se acercó y se dieron el beso más tierno que les había visto en toda mi vida –mi padre no es que sea un paladín de manifestar agasajos.
Y ya que estamos hablando del palacio de las corrientes de aire –mi madre siempre ha dicho que nuestro hospital es un nido de resfriados gracias a las continuas corrientes que allí se dan-, terminé ya el último libro de Millennium, la trilogía de Stieg Larsson. Si bien no tenía la intensidad de las dos primeras entregas, si mantuvo asombrándome la cantidad de datos sobre la “inmaculada” Suecia y poniendo de patas arribas todo un sinfín de estereotipos sobre el país. He de reconocer que he disfrutado como un niño chico y no cabe duda que ha sido el Harry Potter de los “adultos”. Bienvenidas obras como ésta que hacen que lea hasta el más bendito.
Y hablando de escritores suecos, justamente después de terminar el anteriormente comentado, cayó en mis manos la última novela editada por aquí de Henning Mankell, El hijo del viento, una muy interesante aproximación a las diferentes visiones sobre la vida que se pueden dar según la cultura desde que se la mire. En esta obra me ha sorprendido la capacidad del autor para hacernos llegar la visión de un niño africano de la sociedad sueca de finales de mil ochocientos, revolviéndose con todos sus medios por mantener su cosmología ancestral a salvo. Creo que me ha calado su prosa y voy a seguir escarbando en la bibliografía de este autor, en la que me dicen, ser sobre todo de novela negra.
Y ya que estamos con África, nada mejor para recomendarles una novedad que hemos editado hace apenas un mes. Se trata de La ciudad de La Luna, del uruguayo Jorge Majfud –con la que consiguió ser finalista del premio Bruguera de Novela- donde recrea la vida de unos personajes singulares en una ciudad anclada en el desierto del Sahara y cerrada a toda influencia exterior. Vamos, literatura en estado puro.