lunes, 13 de julio de 2009

Hospitales, besos, suecos y Majfud

La semana pasada mi padre desapareció como por arte de magia. Había salido de su casa a las siete de la mañana rumbo al hospital donde lo someten a su diálisis. Eran las cinco de la tarde cuando mi madre me llama dándome la noticia de que mi padre no había llegado. Había llamado al hospital donde le comunicaron que ya allí no estaba, luego al servicio de ambulancias, donde tampoco parecían conocer su paradero. Después de casi una hora de llamadas logramos saber que se lo habían llevado a urgencias después de haber padecido un mareo. Me presento en dicho servicio de urgencias preguntando por mi padre y su estado, y allí tampoco tenían noticias de cuál era su padecimiento. El señor de información después de entrar a recabar información, sale tal como había entrado, desinformado. Ante mi queja de que no sabíamos nada de él desde que salió de casa y que lo habíamos encontrado por pesquisas propias sin que nadie de la institución nos hubiera avisado de que se encontraba allí, me dejó pasar a que lo viese, pero que saliera rápido. ¡Qué saliera rápido! Cuando entré por aquella puerta, el paisaje que me encontré era sórdido. A ambos lados del pasillo se encontraban hileras de camas ocupadas por viejitos con caras descompuestas. Encontré a mi padre en un reservado, con una cara estupenda y enganchado a un bote de suero. Tras mis preguntas a lo que le había ocurrido, no supo contestarme. Pasaron los minutos, los cuartos de hora y por allí no venía médico alguno. Claro, ya empezaron a hinchárseme los agujeros de la nariz y a subir el tono de la voz con lo de “¡qué carajos pasa aquí!”. En esos momentos entró un enfermero que oyó mis farfullos y diligente, después de aguantar mi perorata, me trajo a una doctora con cara de susto, y casi tan despistada como yo, haciéndole las mismas preguntas que ya le había hecho al pacinete. No daba crédito. Nadie me había llamado –aunque mi padre lucía en su muñeca una pulsera que le habían puesto allí con mi número de móvil- y nadie sabía a ciencia cierta qué le había pasado al viejito. Afortunadamente después de chequearlo por arriba y de darle una yogurt y unas galletas –dada mi insistencia sobre si le habían dado algo de comer (no lo había hecho desde el desayuno)- le dieron el alta. Llegamos a casa de mis padres sobre las ocho de la tarde. Mi madre lo esperaba ansiosa –no hay cobertura dentro de la sala de urgencias y no había podido comunicarle el estado de su marido- y asustada, pero al verlo se acercó y se dieron el beso más tierno que les había visto en toda mi vida –mi padre no es que sea un paladín de manifestar agasajos.
Y ya que estamos hablando del palacio de las corrientes de aire –mi madre siempre ha dicho que nuestro hospital es un nido de resfriados gracias a las continuas corrientes que allí se dan-, terminé ya el último libro de Millennium, la trilogía de Stieg Larsson. Si bien no tenía la intensidad de las dos primeras entregas, si mantuvo asombrándome la cantidad de datos sobre la “inmaculada” Suecia y poniendo de patas arribas todo un sinfín de estereotipos sobre el país. He de reconocer que he disfrutado como un niño chico y no cabe duda que ha sido el Harry Potter de los “adultos”. Bienvenidas obras como ésta que hacen que lea hasta el más bendito.
Y hablando de escritores suecos, justamente después de terminar el anteriormente comentado, cayó en mis manos la última novela editada por aquí de Henning Mankell, El hijo del viento, una muy interesante aproximación a las diferentes visiones sobre la vida que se pueden dar según la cultura desde que se la mire. En esta obra me ha sorprendido la capacidad del autor para hacernos llegar la visión de un niño africano de la sociedad sueca de finales de mil ochocientos, revolviéndose con todos sus medios por mantener su cosmología ancestral a salvo. Creo que me ha calado su prosa y voy a seguir escarbando en la bibliografía de este autor, en la que me dicen, ser sobre todo de novela negra.
Y ya que estamos con África, nada mejor para recomendarles una novedad que hemos editado hace apenas un mes. Se trata de La ciudad de La Luna, del uruguayo Jorge Majfud –con la que consiguió ser finalista del premio Bruguera de Novela- donde recrea la vida de unos personajes singulares en una ciudad anclada en el desierto del Sahara y cerrada a toda influencia exterior. Vamos, literatura en estado puro.

2 comentarios:

  1. Joé, vaya vuelta de vacaciones... pero así están nuestros servicios públicos. hechos una mierda (lo cual es lógico si ponemos al frente a gente que considera que no deberían existir servicios públicos). En fin, que menos mal que el susto quedó en eso. Sobre novela negra sacandole las verguenzas a los países nórdicos... pillaté todo lo que puedas de Mankell y sus novelas del comisario Wallander. Escribe mejor que Larsson y la Suecia que muestra tampoco tiene desperdicio. A cuidarse.

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  2. Me alegra que tu padre se encuentre bien, que al final es lo que cuenta, pero lo de “urgencias” es un despropósito, con enchufarte un suero ya tienen para justificarse sin un diagnostico. Como mal no va a sentar, ¿no? Pues ya parece que hacen algo.
    Sobre Millennium, es difícil mantener el mismo ritmo o intensidad, desde mi humilde opinión, pero por ello no dejar de ser interesante.
    Leeremos La ciudad de La Luna, veremos que “mundo” secreto nos trae.
    Saludos.

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